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27 de octubre de 2010

Mensaje de Inspiracion


Palabras de León Teicher
durante la ceremonia de graduación de la Universidad Icesi
Febrero 20 de 2010

 
Quiero ante todo agradecer al Dr. Francisco Piedrahita y a las directivas de la Universidad por su amable invitación a compartir con ustedes algunos pensamientos y algunas enseñanzas que mi vida personal y profesional me han dado. Y por confiar en que, sin revisar con anticipación mis palabras, éstas sean de algún valor para todos, queridos graduandos, en este importante momento de sus vidas.

Lo primero que pensé cuando el Dr. Piedrahita me invitó fue, ¿Por qué a mí?, ¿Qué les hace pensar que tengo algo de valor para compartir?

Seguramente que la razón principal es mi actual posición en el mundo de la empresa en Colombia y lo que ello puede reflejar por tratarse de una empresa internacional, donde el acceso a esa posición no resulta de ser un heredero, o de ser amigo del dueño, o de pertenecer a un partido político, por ejemplo. Por lo tanto, algo deberé decir sobre eso.

Podría ser por haberme escuchado en algún momento expresando mis puntos de vista públicamente, en algún evento. También es probable. Algo deberé decir sobre eso también.

¿O será por referencias que puedan haber obtenido de otros que me conocen? Imagino que algo de eso habrá. Y trataré de no hacer quedar mal a esos amigos.
No es un cliché decir que me siento honrado y muy complacido con la invitación. Y algo preocupado por no ser, ni parecer irrelevante e indigno de ella.

Ahora bien, como se espera de un orador en una ocasión como ésta que de consejos, les confieso que aunque puede que ya tenga suficiente edad para darlos (ya soy abuelo) sólo cuando me miro al espejo me doy cuenta de ello. No en balde dicen que un hombre de cincuenta años es uno de veinticinco que se mira al espejo y grita “¿Qué cuernos pasó?”

Empiezo entonces por contarles un poco sobre mí, pues no de otra manera podría hacer créditos para aconsejar a nadie. Si no me conocen, ¿Por qué han de creerme?

Nací en Palmira, ciudad que en 1948 acogió a mis padres, los únicos sobrevivientes de sus respectivas familias a los campos de concentración y exterminio de la más grande violación de los derechos humanos de los últimos 100 años. Ocho millones de Europeos fueron asesinados, cuatro veces la población total de Cali, más que los que vivimos en Bogotá. Asesinados por ser diferentes. Seis millones por ser Judíos. Dos millones más por ser homosexuales, o gitanos, o diferentes de la raza aria, o sencillamente por no comulgar con la barbarie Nazi.

De manera que mi primera enseñanza en la vida fue la de saberme una minoría, que había sido perseguida más de una vez en la vida por ser lo que uno es, por ser diferente de la mayoría. Algo que me enseño a respetar profundamente a los otros, a los diferentes, y sobre todo a los débiles. A no permitirme pensar, cuando formo parte de la mayoría, que soy mejor que los demás sólo por ese hecho, por ser mayoría.

Mis padres llegaron a Colombia como inmigrantes refugiados. Como se dice, “con una mano adelante y otra atrás”. Y sin hablar el idioma. No fueron nada fáciles sus comienzos en esta hermosa tierra. Afortunadamente, tuvieron la sanidad mental suficiente para mirar hacia delante, no hacia atrás. Para agradecer a Dios por la vida y por la nueva oportunidad, en lugar de odiar por lo pasado y lo perdido. Y para enseñarnos un profundo agradecimiento a Dios por todo lo bueno que nos dio. Porque esa improbabilidad estadística que fue el nacimiento de mis dos hermanas y yo, nos permitió apreciar inmensamente cada cosa buena en nuestro camino, por sencilla que ella fuera.

Mientras al comienzo mi mamá se dedicaba a criarnos, mi papá, que aprendió el Español a punta de libros (“habla como un diccionario”, le decía la gente), vendía telas de casa en casa. Compraba al por mayor y vendía “fiado”, de puerta en puerta, cultivando su clientela.

Pronto se pudo comprar una bicicleta y ampliar el mercado. Luego contrató a un muchacho que viajaba en la parrilla y que atendía el andén de enfrente mientras mi papá vendía y cobraba. Vino luego la compra de la motocicleta y la nueva ampliación del mercado. Y después de unos años, se pudo comprar un almacén en el centro de Palmira. Un par de enseñanzas para ese pequeño futuro MBA: el trabajo duro, dedicado y honesto paga. Y el ahorro, convertido en capital, reinvertido en el negocio, permite el crecimiento y la multiplicación de las utilidades.

Mi papá, quien obtuvo la ciudadanía Colombiana al igual que mi mamá, en 1956, ocho años después de llegar al país, y quien murió hace dos años a la edad de 87, nunca estafó o hizo daño a nadie. Sus clientes y empleados lo respetaban y lo apreciaban, lo que le permitió crecer con ellos. Después supe que eso se llama “reputación corporativa”. Aquella que además nos dejó como su herencia a mis hermanas y a mí que siempre me he esforzado por cuidar para mis cuatro hijas.

En el almacén trabajaban mi papá y mi mamá a la par. Descubrí muy temprano en la vida no solamente que las mujeres son tan capaces como los hombres, y que el machismo es otra forma de discriminación odiosa y estúpida, sino que muchas veces son más fuertes que el llamado “sexo fuerte” y que su inteligencia emocional se las deberíamos envidiar los machos. De haber sido un machista mi papá se hubiese perdido para su empresa el valor agregado de la mujer, que fue por lo menos el 50%. Mi mamá era además la que me tomaba las tareas en la parte de atrás del almacén, cuando llegaba caminando del colegio Constancio C. Vigil, de Doña Clelia, y luego del Champagnat de los Hermanos Maristas.

Temprano me enseñaron mis padres que en el conocimiento está la verdadera riqueza, y no en las cosas materiales. Estas últimas se pueden perder. El conocimiento siempre las puede recrear. También desarrollé en esas calles de Palmira una curiosa memoria, digna de las novelas de García Márquez. Cuando estoy cerca de caballos y huelo el olor del orín y otras bellezas, vuelo de inmediato y, debo decir, con placer a mi infancia.

Temprano en la vida descubrí también que era pelirrojo. Fosforito! Zanahoria. Diferente. Minoría. Aunque ya no se me note mucho. Cosa que entre niños fue al comienzo duro. Los niños en su inocencia nos dan el mejor ejemplo de las conductas de rebaño en las que las manadas de iguales segregan y desprecian al distinto. Pero que más tarde encontré que era lo que en mercadeo se llama un “diferenciador”. Y que mientras los demás luchaban por diferenciarse, yo tenía una diferenciación natural que podía ser una ventaja.

Pero que ante todo me enseño a respetar y a tratar de entender a “los otros”, a los distintos. Y a apreciar intensamente aquello que es común a casi todas las religiones del mundo. Aquello que está escrito en el Antiguo Testamento de la Biblia, que los Judíos llamamos la Torá, y que Jesucristo predicó y nos enseñó: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”. Que tiene su complemento en la inversa: “Compórtate con los otros cómo quisieras que se comporten contigo”. Personalmente no creo que exista otra verdad verdadera en el género humano. Una verdad que es más grande entre más privilegios Dios y la vida nos hayan dado.

Pues bien, con el paso del tiempo mi padre se asoció con amigos queridos y fundaron una fábrica de pantalones en Cali. Mientras mi mamá atendía el almacén y a sus hijos en Palmira, mi papá viajaba diariamente a Cali para poner a caminar lo que hoy llamarías un “start up”. Cosa que en su momento no me fue clara pero que con la perspectiva que da el tiempo entendí como una enseñanza más: trabajando en equipo logramos lo que no podríamos lograr individualmente.

Los negocios de mi papá no lo hicieron rico. En nuestra casa nunca faltó nada pero nunca sobró nada. Nuestros padres nos estimularon a ser “buena gente”, a respetar a todos, en especial a los más humildes, y a estudiar con aplicación. Nada ha tenido más influencia en mi vida como ese ejemplo.

De manera que este año hace la módica suma de 40 años me gradué del Colegio Hebreo Jorge Isaacs de Cali y entré a estudiar Ingeniería Mecánica a la Universidad del Valle. Eran épocas de inquietud estudiantil y de fuerte actividad de los movimientos de izquierda radical en las universidades del país. Después de dos años en “la U” y de sólo completar dos semestres debidos a las huelgas y a los frecuentes cierres de la universidad, terminé, con gran esfuerzo económico de mis padres, en la Universidad de Los Andes, en Bogotá. Allí me cambié a Economía Industrial, carrera de la que me gradué a comienzos de 1976, y nunca soñé que un día sería, como soy hoy, miembro del Consejo Superior de la universidad.

Pero siempre supe que ahí no paraba la cosa y que mi destino era obtener un Máster. Además, siempre soñé con estudiar en los Estados Unidos. Como mis padres no podían pagarme ni lo uno ni lo otro, me las arreglé por mi cuenta para conseguir una beca parcial Fulbright y dos créditos estudiantiles y me fui a estudiar un MBA en la Universidad de Stanford, después de un año de experiencia de trabajo. Mi primer descubrimiento como Colombiano, precisamente por ser diferente, minoría. Nada tenía que envidiarle mi formación a la de mis compañeros, Americanos o de cualquier parte del mundo.

Vinieron entonces dos años de empleo en el sector de alta tecnología en California y el regreso a la patria. El amor a Colombia y el idealismo juvenil me llevaron a dejar una envidiable posición ejecutiva en USA y dedicarme a ser, por un año, profesor en Los Andes.

Allí alguien “me descubrió”, como dicen, y tuve la fantástica oportunidad de unirme a un equipo de Colombianos jóvenes que, de la mano de sazonados expertos de una multinacional Americana, desarrollamos la mayor inversión de la historia en una empresa en Colombia, US$3.3 billones. Esa sería la infraestructura física y humana que más tarde, mucho más tarde, me tocaría, manejar. Otra visión clara de lo que los profesionales Colombianos, aprendiendo del conocimiento internacional, trabajando en equipo y poniéndole a la misión alma, vida y sombrero, podemos hacer.

Después de cinco años en Carbocol, antecesor de Cerrejón, empresa que se fue politizando poco a poco por ser del gobierno, regresé al sector privado y a la alta tecnología. Doce años en Unisys en Colombia, Estados Unidos, Argentina y, de nuevo Colombia, en posiciones de creciente nivel gerencial. Por el camino tuve la mayor suerte de todas: me encontré a mi socia de toda la vida, mi esposa Ximena, quien se encargó a partir de entonces de enseñarme por lo menos la mitad de las cosas valiosas que he aprendido. Como por ejemplo que no hay sociedad mejor, ni más productiva, que la de un buen matrimonio.

Las circunstancias de la vida nos llevaron a vivir a Canadá. Allí aprendí más, mucho más sobre el respeto. Porque si “Colombia es Pasión”, “Canadá es Respeto”. Cuánto podríamos aprender los unos de los otros. Después de casi 10 años allá, manejando nuestro propio negocio de alta tecnología, regresamos, por tercera vez, a nuestra Colombia. Y hace cuatro años que tengo el honor de liderar a un excelente equipo humano 99.9% Colombiano en Cerrejón.

¿Qué he aprendido entonces que pueda compartir con ustedes hoy, graduandos de Icesi? Además de que sin clientes no hay negocio, que los gastos no deben ser superiores a los ingresos y que los débitos quedan a la derecha y los créditos a la izquierda, ¿o será al revés?.

He aprendido que la clave es la gente. Que un buen equipo motivado saca adelante cualquier negocio y enfrenta cualquier circunstancia. Y que nada motiva más a la gente que sentirse respetada y saberse valorada.

Que uno no es líder porque se las sepa todas sino por saber escuchar a los que saben más y por ser capaz de hacer que todas las voces de un coro canten en armonía. En especial si son Prima Donnas.

Que hay que tener aptitud, pero que es más importante la actitud. Que la única constante es el cambio y que hay que desarrollar un buen plan pero que hay que mantener una tabla de surfear debajo del brazo por si pasa una de esas olas que aparecen de vez en cuando y que se llaman oportunidades.

Que entre más duro trabajo más suerte tengo. Y que la suerte es la combinación de la preparación con la oportunidad. Que hay que tener estrategia pero también hay que tener cintura. Que el que tiene verdades reveladas inflexibles y no se adapta, perece.

Que cada que creemos que “ya llegamos” y  ”ya sabemos” corremos el riesgo de ser complacientes y de que nos barra una nueva ola. Que sólo si le apuntamos a las estrellas llegamos a un sitio elevado. Que “hasta que no esté, no está”. O sea que no basta con la iniciativa sino que hay que tener “acabativa”.

Que sólo la crítica sincera nos deja ver nuestra imagen real en el espejo y que no hay que temerla ni amilanarse por ella sino buscarla, cultivarla y aprender de ella. Que más rápido cae un mentiroso que un cojo. Que la honestidad sí paga. Que no se puede confundir la amistad con el favoritismo en las empresas.

Que aprendemos tanto o más de los fracasos que de los éxitos. Que el éxito es como el alcohol: si se nos sube a la cabeza estamos en peligro, sobre todo si conducimos, ya sea un vehículo o una empresa. Que las altas posiciones y los honores en las empresas y en la vida son fugaces y lo único perdurable es lo que uno es. Que no puede uno creerse que uno es lo que uno hace y que lo verdaderamente perdurable son las relaciones sinceras.

Y que, de nuevo, debemos respetar si queremos ser respetados. Ser solidarios si queremos solidaridad. Ser leales si esperamos lealtad. Que la libertad no está garantizada, que hay que defenderla, luchar por ella. Y que nada atenta tanto contra la libertad de todos como la desigualdad, la inequidad y la injusticia.

Que las empresas son conjuntos de personas, ciudadanos colectivos, miembros de la sociedad. Y que como tales tenemos derechos pero tenemos también obligaciones. Que el privilegio de poder crear riqueza libremente nos obliga a compartirla. Que lo que hoy llamamos “Responsabilidad Social” no es una moda gerencial, es una obligación moral. Y también es buen negocio, especialmente en un país lleno de pobreza y carencias como el nuestro.

Porque si la gente no recibe su parte del beneficio, siente que la estafaron. Porque si ven cómo se crea riqueza a su alrededor pero no les llega a ellos ni a sus hijos, la resienten, la odian, la quieren destruir. Bastaría tan sólo con la obligación moral para que la Responsabilidad Social fuese indispensable parte de las empresas. Bastaría con sólo el hecho de que es buen negocio para que nunca la ignoráramos. Lo mejor es que ambas, obligación moral y buen negocio, actúan en la misma dirección.

Mis queridos graduandos de Icesi, Ustedes aspiran a tener éxitos en sus trabajos, en sus negocios. Yo así se los deseo. Y sé que lo tendrán, por la excelente y privilegiada educación que han recibido. Y por el excelente ejemplo que sus maestros y directivos les dan.

Sólo les recomiendo dos cosas más:

Que a la autoconfianza que será su motor profesional y a la envidiable energía y ambición de la juventud, le sumen el respeto por la experiencia. Que no se crean cuando llegan a una empresa, o entidad, que esos hombre o mujer mayores, de pronto canosos, que tal vez no distinguen Facebook de Twitter, que posiblemente no saben mover los pulgares a la velocidad de la luz en frente de una pantalla, que tal vez no conocen la más reciente jerga de la banca de inversión, son ignorantes, obsoletos y de los que no tienen nada que aprender. Recuerden que no importa con qué capacidad original arranca uno, la experiencia es lo único que no se improvisa y “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.

No en balde las sociedades antiguas las lideraban los consejos de los “elders”, de los viejos, de los sabios.

Y que nunca olviden a los otros. Especialmente los más débiles y exentos de privilegios por cualquier razón de las circunstancias. Que se comporten con el otro como quieren que otros se comporten con ustedes. Que sean conscientes, como líderes que serán, de que las sociedades cuyos líderes son miopes y egoístas terminan invariablemente perdiendo su libertad, perdiéndolo todo en manos de demagogos y populistas que le hablarán al oído y al corazón a aquellos a quienes esos líderes despreciaron, ignoraron y no quisieron escuchar.

A quienes esas sociedades miraron como “chusma”. O solamente como “consumidores”. Y no como seres humanos iguales a ellos, con aspiraciones, necesidades y sueños como los suyos. Y después de eso, de perderlo todo, no les queda alternativa distinta de irse a “llorar la arepa” en Miami, en Madrid, o en otros sitios lejos del chontaduro y del champús.

Amigos, les deseo buen viento y buena mar. Y no olviden llevar la tabla de surfear.
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